Exposición Balenciaga y la pintura española-Selección de textos del Catálogo

 “Mi padre era pescador, mi madre una costurera del pueblo. Mi suerte fue que en este
pequeño pueblo, Getaria, cercano a San Sebastián, se encontraba la residencia de verano de
una gran dama, la marquesa de Casa Torres, la que sería bisabuela de la futura reina Fabiola.
Yo no tenía más que ojos para ella cuando llegaba a misa el domingo, bajándose de su tílburi,
con sus largos vestidos y sus sombrillas de encaje. Un día, reuniendo todo mi coraje, le pedí
visitar sus armarios. Divertida, aceptó. Y así viví meses maravillosos: cada día después del
colegio, trabajaba con las planchadoras de la marquesa en el último piso del palacio, acariciaba
los encajes, examinaba cada pliegue, cada punto de todas estas obras maestras. Tenía 12 años
cuando la marquesa me autorizó a hacerle un primer modelo. Podéis imaginar mi alegría
cuando, al domingo siguiente, la amable dama llegó a la iglesia luciendo mi vestido. Así fue
cómo hice mi primera entrada en la alta costura y en la alta sociedad.”
(Entrevista en ParisMatch, 1968)

En la fotografía superior, Sala de Goya.


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Balenciaga y la pintura española, en el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza

 Es evidente que para el propio Balenciaga, ese momento de su infancia representa un hito
fundamental que transformaría su vida. Al menos podemos pensar que se aceleró el proceso de lo
que él mismo podría haber conseguido por su propio talento y capacidad con mucho más tiempo. Y
no se puede negar la influencia de la estética que experimentó en Vista Ona, de ese poder
transformador del arte en alguien como Cristóbal, sin apenas formación académica pero con una
sensibilidad innata para apreciar cada uno de los detalles de aquel mundo que conoció gracias a su
madre, pilar fundamental en su valioso aprendizaje, no solo en los aspectos más técnicos de la
costura sino en el hecho de asumir siempre el objetivo de alcanzar la excelencia y la perfección como
meta última.
(…)

Balenciaga trabajaba con varios conceptos al mismo tiempo, de forma que mientras
recuperaba siluetas clásicas desarrollaba formas vanguardistas con esas líneas depuradas tan suyas. Y
esto fue posible porque el maestro era un modisto total, porque dominaba todas las fases y aspectos
del proceso creativo de un couturier, desde la concepción hasta el último paso de la ejecución.
Audacia, técnica, elegancia, conocimiento, originalidad, cultura y comodidad, aspecto este último
prioritario y que tenían sus piezas, en las que nada constriñe los movimientos ni coarta la libertad de
la mujer, pues se adaptan perfectamente a las diferentes necesidades de su vida pública y privada.
Una comodidad a la que no renuncian los efectos de volumen y la innovación de las siluetas, ya que
todos ellos se consiguen con una sabia lectura de los tejidos y gracias a la más depurada técnica de
corte antes que en sujeciones al cuerpo o rígidas estructuras internas. Es difícil que un diseñador
aúne todas estas virtudes, por eso es impensable no considerar a Balenciaga un maestro, porque es
único. Lo que realmente fue es un visionario; aportó a la historia de la moda incontables
innovaciones y por eso todavía hoy continúa inspirando a legiones de diseñadores que se postran
ante su genialidad. 

Trascender puede que sea uno de los principales deseos de todos aquellos que entregan su
vida a la creación. Trascender, penetrar en el imaginario de la sociedad para quedarse anclado en su
memoria colectiva, superar fronteras, ser hoy pero también mañana. Casi una utopía que hace de
verdades íntimas grandes dogmas sensibles. Si en tiempos de Felipe II la moda española (mezcla de
oscurantismo religioso, recia austeridad y parte de la etiqueta borgoñona heredada de su augusto
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padre) se convierte en realidad universal, con Cristóbal Balenciaga asistimos a un nuevo despertar
del estilo español, ese que mezcla a partes iguales rigidez y formas grandilocuentes, ascetismo y
complejidad. Desde el París de la modernidad, el de Madeleine Vionnet y Le Corbusier, supo
extender su visión de la realidad en forma de piezas exquisitas donde vibraban Velázquez y Goya,
Miró y Picasso (con el que le compararía otro grande, Cecil Beaton), pero también los toros, el cante
jondo y una profunda espiritualidad. Allí, en el número 10 de la avenue George V, concibió algunas
de las piezas más bellas de la historia de la moda. Sastres de perfil arquitectónico, vestidos de cóctel
modelados en seda o abrigos que invertían la figura femenina. (…)

 Austeridad y sobriedad, equilibrio y proporción, coherencia y perfección, innovación y
atemporalidad son conceptos que son inherentes a las creaciones de Balenciaga durante toda su
carrera y definen a la perfección su proceso creativo. Por todo ello, hemos querido realizar una
propuesta fotográfica para este catálogo en un contexto escenográfico que sugiera esa misma
integridad y nobleza, pero viajando figuradamente al origen mismo de Balenciaga, Getaria, y a un
emplazamiento muy particular, el frontón, un lugar que tantas veces cruzó Cristóbal cuando
acompañaba a su madre camino de Vista Ona. Su obsesión por el volumen dio lugar a piezas que, por
su forma, corte y estructura, podrían considerarse esculturas en sí mismas y que en este proyecto se
exponen en una especie de comunión mística con el frontón, paradigma del espacio escultórico
vacío, tal y como lo interpreta Jorge Oteiza en su obra Homenaje a Velázquez, un triedro abierto,
partiendo de cuya contemplación se establece el escenario para las imágenes que de los vestidos ha
realizado el artista Jon Cazenave. El frontón como construcción geométrica pura de líneas y planos.
Un espacio mágico iluminado con la tecnología más evolucionada, un «mapping» que nos traslada a
un espacio asociado a lo sagrado, pensado para durar eternamente, y para hacernos sentir.
Sentir. Sintiendo a Velázquez, Balenciaga creó las más bellas siluetas femeninas de la alta
costura del siglo XX.

Sintiendo al Greco empleó rasos de seda tornasolada, satenes y tafetanes
drapeados con los colores más vibrantes. Sintiendo a Sánchez Coello o a Pantoja de la Cruz tiñó de
negro lanas y terciopelos que elevaron la ausencia de color a la cúspide de la elegancia. Sintiendo a
Zurbarán diseñó con gazar emblemáticos volúmenes en todas sus creaciones y eliminó costuras para
purificar al máximo un traje de novia. Sintiendo a Goya elevó a la gloria un encaje artesanal
embellecido por una transparencia. Sintiendo a Zuloaga encontró orgullo en «lo español», que
emergió en cada una de sus capas, en cada una de sus toiles. Sintiendo el arte, ennobleció el arte
mismo, ambicionando la perfección de una puntada, herencia de una sencilla costurera de Getaria,
Martina Eizaguirre, su madre.

Volantes inteligentes. La idea de España en Balenciaga
Juan Gutiérrez
«¿Dónde entrenó sus ojos para escoger y limitar los colores de forma que cada uno pasara a
ser singular, de un modo tan sutil y firme como el de los pintores chinos más austeros, este hombre
que solo se movió entre Francia y España?».
(…) Ya es un lugar común la identificación de su trabajo con ciertos arquetipos de
españolidad. Existe la imagen de un Balenciaga sujeto a la nostalgia, reticente a abandonar sus raíces
a pesar de estar en contacto con la quintaesencia del cosmopolitismo. En ese retrato se
sobreentiende con demasiada frecuencia que lo que en Balenciaga hay de español es lo no moderno.
La pintura histórica, el mundo taurino y el flamenco, las indumentarias regionales y eclesiásticas
aparecen como sedimentos exóticos que el vasco sabe acoplar a su lenguaje. Un lenguaje que parte
del perfecto conocimiento de las técnicas de la sastrería inglesa y la costura francesa, que se
alimenta de manera temprana de la influencia oriental y que termina en la consabida síntesis formal
de los años sesenta. Es una imagen creada por los cronistas de la moda internacional desde 1937 y
presente en la mayoría de estudios críticos sobre el autor, que han desgranado insistentemente los
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aspectos formales de esa veta española sin vincularlos al proceso de modernización que se acometió
en la España del primer tercio del siglo XX, contexto en el que se conforma el ideario estético que
guio su carrera.
Las palabras de Pauline de Rothschild que encabezan estas líneas muestran una estampa
idealizada del creador, movido por los instintos, capaz de las mayores sutilezas a pesar de poseer una
formación rudimentaria.

El misterio fue parte del atractivo del modista, que dejó en boca de los
demás la construcción del mito. Cierto que el ascendente humilde del vasco lo distingue de muchos
de sus colegas, procedentes de entornos más cultos. Pero, del mismo modo que el orientalismo,
como ha dejado patente Miren Arzalluz, penetró de manera temprana en San Sebastián y no existe la
contradicción que ve Rothschild entre ser español y la moderna apreciación de las sutilezas de la
pintura china, Balenciaga entró pronto en contacto con las altas esferas y mostró de manera muy
temprana, como tantas veces se ha relatado, la curiosidad natural del artista con verdadera vocación.
Más revelador que el hipotético contacto con los grandes clásicos de la pintura española en la
residencia de Getaria de los marqueses de Casa Torres es el hecho de que entable amistad con el
arquitecto José Manuel Aizpurúa, uno de los primeros representantes del movimiento moderno en
España, o con el pintor Ignacio Zuloaga, que en 1921 inauguraba su casa-museo en Zumaia, muy
cerca de la localidad natal de Balenciaga. Este había podido admirar ya en repetidas ocasiones la
estética zuloaguesca, que para 1920 estaba plenamente desarrollada, así como pudo conocer de
primera mano las premisas que guiaron la construcción del Club Náutico de San Sebastián (1929),
con el que Aizpurúa introducía en España las teorías de Le Corbusier. ¿Es posible pensar en el joven
modista, relacionado con el artista más polémico del momento en España y con un representante de
la vanguardia arquitectónica, como un talento bruto, ajeno a las vicisitudes culturales de la época?
Parece más lógico considerar, a la luz de lo que muestra su obra y ya que ignoramos muchos
detalles de su biografía, que Balenciaga estuviera al tanto, siquiera de manera sesgada, del intenso
debate intelectual que articularon tres generaciones sucesivas, la del 98, la del 14 y la del 27, en lo
que algunos historiadores han denominado como la Edad de Plata de las letras y las ciencias
españolas.

Durante los años de juventud del modista, se extiende la corriente regeneracionista, que
llamaba a superar el pesimismo existencialista que había prendido en la generación del 98 y explorar
las posibilidades de modernización de España, recuperando en primer lugar el aprecio por lo propio y
por un legado cultural hasta entonces maltratado. Frente al apasionado esteticismo modernista, se
impone el ideario novecentista, que propone un regreso a la serenidad, al clasicismo, con un criterio
formalista que asume la posición del arte como vanguardia estética, intelectual y social. Se acomete
un esfuerzo de sistematización del conocimiento, una apuesta por el desarrollo científico-técnico (el
métier, diría Balenciaga) y por el racionalismo, mediante los cuales España debe superar el estadio de
atraso en que se encuentra. En relación directa con esto, se siente la urgencia de afrontar un proceso
de europeización, lo que comportó un recrudecimiento del debate esencialista sobre España, que se
había originado en el siglo XIX y que derivó hacia el concepto machadiano de las dos Españas. En los
años previos a la Guerra Civil de 1936, la corriente de renovación desembocaba en el auge de los
movimientos de vanguardia, con los que el país parecía tomar el pulso a la modernidad internacional
desde posiciones marcadas por el debate político.

Naturalmente, si Balenciaga tomó parte en el
debate sobre la redefinición de España no fue de palabra sino de obra. (…)
Balenciaga empezó siendo Ignacio Zuloaga y terminó siendo Jorge Oteiza. Partió de la
expresividad y concluyó en la abstracción, sedujo con las superficies y los volúmenes y su interés
derivó paulatinamente hacia los interiores, hacia el vacío que genera el vestido. Lourdes Cerrillo lo ha
expresado en términos que se acercan al lenguaje ontológico de Oteiza: «El espacio vacío que deja
entre el cuerpo-figura y el vestido-molde […] evita que el cuerpo se signifique en toda su
expresividad y […] propicia que el compromiso de ser, que habita el vestido, esté velado por ideales
estéticos».

Mientras España se convertía en una selva de tópicos al servicio del nacional-catolicismo
primero y del Spain is different más tarde, Balenciaga se recluyó progresivamente en su ascetismo,
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en la depuración formal que hemos relacionado con su concepción ético-estética del vestido y con
sus raíces, que sobrevuelan este catálogo en los triedros inspirados en el frontón de pelota vasca que
articulan la interpretación fotográfica de Jon Cazenave. Puede que, tal como «en Oteiza y en san Juan
de la Cruz, su silencio final significa mediante lo que elimina, dice con lo que calla», en Balenciaga sea
preciso todavía acometer una interpretación de sus silencios, de sus renuncias y de sus frustraciones,
para revelar la plenitud de su obra.
Negro sobre negro
Estrella de Diego
(…) Otra mañana cualquiera, en la National Gallery de Londres, alguien con idénticos ojos de
poeta se detiene un instante en la batalla de Paolo Uccello y fija la mirada en un detalle que pasa
desapercibido al resto en el espacio complejo de este cuadro, originalmente colgado en el cuarto de
Lorenzo de Médicis (…). En primer plano, el protagonista de la escena, Niccolò Tolentino, luce en la
cabeza una especie de polígono –un «sombrero problemático»–, confeccionado con un tejido de
tintes damasquinados a juego con el resto de los paños que cuelgan de la espalda del propio
Tolentino y del hombre próximo a él. Es un detalle que se escapa a la mayor parte de los ojos,
maravillados frente a los extremos fastos visuales.
Y, sin embargo, a partir de esta forma inadvertida, apenas un detalle curioso del cuadro,
comienza el relato inesperado que trasciende; una vida secreta que gira en torno al gorro de
arquitecturas imposibles y a los paños damasquinados y las maneras de representar el estampado
que plantean cuestiones ligadas al propio dibujo y por tanto a la perspectiva emergente.

Esos
detalles conforman unos usos en la indumentaria que dejan de ser sociológicos para convertirse en
espaciales. Son los detalles en apariencia nimios en las pinturas de los viejos maestros –solo
indumentaria, lo que se viste– que se revelan únicamente a los ojos más sagaces, a los que tienen
algo de ojos de poeta.
Y esos pequeños detalles se revelan a Cristóbal Balenciaga, autor de tantas prendas
memorables, gobernadas por un juego que termina por ser malabarismo de las perspectivas
también: arquitecturas. Siendo un niño de corta edad, se cuenta a menudo, acompañaba a su madre,
Martina Eizaguirre, a casa de los marqueses de Casa Torres. Allí la mujer se ocupaba de las tareas de
costura, algo habitual en las familias acomodadas de esos años y, como sucede con frecuencia con
los niños cuando tienen que permanecer largas horas al lado de su madre mientras ésta trabaja en
asuntos domésticos, el pequeño Cristóbal buscaba la manera de hacer tiempo, para que el tiempo
pasara más deprisa. A veces ayudaba a la madre en pequeños arreglos –se recuerda–; otras
descubría mundos de formas insolentes y adornos inusitados que acabarían por habitar su futuro,
aunque entonces no lo sospechara. O sí.

Tal vez sabía desde muy temprano que iba a traducir a su
mundo particular aquellas prendas de los cuadros con los cuales se familiarizaba; que iba a cambiar
tantas cosas, incluidas las lecturas de los maestros clásicos que encontraba mientras hacía tiempo –
Goya, Zuloaga, Zurbarán, Murillo, Velázquez, el Greco…
Los marqueses eran, como tantas familias de su clase entonces, grandes aficionados al arte, y
en su casa pudo ver incluso cuadros de algunos de esos pintores. Pero sea o no cierta esta hipótesis,
la biblioteca debió de ser el lugar idóneo para hacer tiempo en el caso de un niño especial y curioso
como Cristóbal. En las reproducciones de los libros –probablemente en blanco y negro–, se revelaban
las arquitecturas de las indumentarias en los cuadros de los grandes maestros, la posibilidad de
construir cúpulas y arcos con los tejidos; explorar volutas y capiteles; aprender a imaginar colores,
distinguir las tonalidades de los negros, o imaginar los rojos o los azules agazapados en la bicromía.
Luego estaban las revistas de moda, que formarían sin duda parte de la vida de una mujer elegante
como la marquesa.

Los figurines llegados de París le enseñaban audacia, esa que apoyaría la propia
marquesa, su primera clienta y soporte indiscutible a su talento desde muy temprano.
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En los libros de pintura y las revistas de moda le esperaban las crinolinas, los brocados, las
perlas y los detalles minuciosos; los azabaches que pintaban un negro sobre negro más acentuado si
cabe en las reproducciones sin colores, matices incuestionables para unos ojos sagaces, listos para
distinguir la esencia de lo moderno en el pasado; el sabor del futuro que va pisando los talones de los
afortunados –ser clásico es a menudo un retruécano de modernidad–. En ese hacer tiempo mientras
esperaba a la madre atareada y aunque no lo supiera, Balenciaga atisbaba avant la lettre los retazos
de la que iba a ser años después la casa Balenciaga de la avenue George V de París. Esos fragmentos
le estaban esperando en los pliegues de las santas de Zurbarán, en las pasamanerías de Bartolomé
González o las finas puntillas de Goya, un poco igual que el gorro de la arquitectura problemática y
fascinante en la escena de guerra de Paolo Uccello –polígono imposible–, que quizás pocos
entendieron como parte esencial de un relato, aquel que contaría historias insospechadas, desde la
indumentaria.
Y, pese a todo, la indumentaria y la moda han formado parte de la historia del arte desde el
principio de los tiempos. Es más: han sido desde siempre esenciales para la construcción de la
visualidad en Occidente. Han inundado pinturas, manuscritos miniados, frontispicios de catedrales;
descripciones de viajeros y embajadores; inventarios de bienes, cartas, novelas, artículos, películas….
Se diría incluso que en el temprano Quattrocento, la indumentaria era básica para conocer los usos y
los fastos en las cortes europeas, muy preocupadas por la moda, incluso en los casos en los cuales la
sobriedad se daba por hecha a partir de un acercamiento cristiano a la vida pública. (…) En ese
momento la ropa bordada en metales preciosos tenía más valor material que el propio cuadro donde
se representaba, y hasta cuando la moda o la costumbre aconsejaban o exigían dejar a un lado el oro
y ceñir la vestimenta al negro, ésta se confeccionaba a partir de los mejores paños holandeses (…),
por lo que se cambiaba una suerte de despilfarro evidente por otro camuflado. Son las trampas que
el negro tiende a la vista menos avezada: parecer sinónimo de sobriedad absoluta cuando ciertos
negros esconden entre sus pliegues el más refinado de los lujos –basta con observar los numerosos
negros de Balenciaga. (…)
La moda es, pues, el vehículo privilegiado para acercarse a la propia historia de la pintura y
un nuevo modo de releerla y traducirla –lo comprendió muy pronto Balenciaga–. Además, la
indumentaria ha puesto a prueba la habilidad de los artistas: a lo largo del tiempo han debido
enfrentarse a las transparencias de los tejidos –lo supo Goya–; a las irisaciones de los rasos –Madrazo
y Zuloaga–; y a los matices del negro y del blanco, que nadie cultivó mejor que Zurbarán. (…)

Balenciaga y España
Hamish Bowles
(…) Por mucho que París, con sus brillantes artesanos y fournisseurs, con sus grandes casas
de tejidos, sus bordadores, sus plumassiers (artesanos de plumas) y sus artífices de flores de seda,
aportase a Balenciaga el marco ideal en el que perfeccionar su oficio, ninguna sombra fue tan
alargada como la de su España natal.

Como bien observó la mítica redactora jefa de moda Diana
Vreeland, Balenciaga «introdujo el estilo español en la vida de cualquier portadora de sus diseños».
Fue, prosigue Vreeland, «digno hijo de un país fuerte, lleno de estilo y colores intensos, y con una
gran historia», y «siguió siendo siempre español. […] Su inspiración le venía de las plazas de toros, de
los bailaores de flamenco, de los pescadores con botas y camisas sueltas, de los fulgores de la iglesia
y de la frescura de los claustros y los monasterios. Tomó sus colores y sus cortes, y los engalanó a su
gusto». En una línea similar, la redactora editora de moda del Vogue americano, Bettina Ballard,
escribió que su gran amigo Balenciaga creía «en la incuestionable elegancia del blanco y negro, en el
color de la tierra, las rocas y los olivos de España, en el rojo de los ruedos, en el eficaz acento del
turquesa, en la combinación goyesca del negro con el beis y del gris con el negro, y en el amarillo».
«En su trabajo, Balenciaga exhibe simultáneamente el refinamiento de Francia y la fuerza de
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España», añadió Cecil Beaton, señalando también que «Balenciaga es el Picasso de la moda. […]
Severo, español y asceta, su toque tiene la seguridad ruda y labriega del gran artista». (…)
La clarividente y poderosa Carmel Snow, de Harper’s Bazaar, reconoció desde el primer
momento la genialidad de Balenciaga. «Ver la primera colección parisina de Cristóbal Balenciaga
supuso para mí el estallido de una gran luz en el mundo de la moda –recordó–. El primer atisbo de la
severa elegancia de sus prendas me encendió en deseos de seguir su evolución. Su estilo, altamente
personal, era demasiado novedoso y diferente para granjearse una estima generalizada en su
primera aparición… De alguna manera, sin embargo, supe (¿adivinación irlandesa?) que aquel
diseñador revolucionaría la moda». En poco tiempo, Balenciaga se formó una clientela internacional
compuesta por las mujeres de mayor criterio y exigencia de la sociedad elegante.
Cuando abrió casa en París, Balenciaga tenía 42 años, y llevaba casi 30 trabajando en su
métier. Según Diana Vreeland, «no le interesaba la juventud», y sus clientas eran mujeres sofisticadas
y de mundo. (…) Sus famosos cuellos, afirmó Gloria Guinness, «se apartaban del cuello y se dejaban
posar con suavidad a solo unos centímetros, con lo que las mujeres, y sus perlas, podían respirar»,
innovación que introdujo para alargar la silueta de Snow. Susan Train recordaba el gesto seductor,
común en quien llevaba un Balenciaga, de acomodar constantemente los hombros en el traje o el
vestido, haciendo que se echase atrás el cuello, como en los quimonos de las geishas. «Las mangas se
acortaban para destapar la muñeca, y permitir el movimiento de manos y pulseras –añadió
Guinness–; el no enfatizar la cintura, sino sugerirla, permitía a las mujeres creerse un tipo que tal vez
no tuvieran».

Balenciaga ajustaba las enaguas de sus vestidos al cuerpo de sus clientas como si
fueran una segunda piel, pero la prenda en sí la hacía algo más ancha, para que al moverse circulase
una corriente de aire entre las capas, haciendo que el vestido flotase y acariciase el cuerpo con sutil
seducción, «imperceptiblemente, como un oleaje», observó Pauline de Rothschild. «Balenciaga decía
muchas veces […] que para llevar su ropa las mujeres no tenían necesidad de ser perfectas, ni
guapas, tan siquiera –dijo Gloria Guinness, mujer de perfecta belleza–; su ropa las hacía guapas».
«Cuando entraba una mujer con un vestido de Balenciaga, dejaban de existir todas las otras de la
sala», constató Diana Vreeland. (…)
La de Balenciaga era ropa seria, pero según observó Pauline de Rothschild, «el ingenio estaba
en la cabeza, como corresponde».

Al principio, los disparatados sombreros y tocados de Balenciaga
eran obra de su socio, Wladzio d’Attainville, cuya muerte, a la temprana edad de 49 años, supuso un
durísimo golpe para el diseñador. Su colección para esa temporada, dicho sea de paso, solo usaba
telas de un fúnebre negro español. En sus sombreros, ingeniosos y llenos de encanto, Balenciaga
evoca con frecuencia los característicos tocados de las bailarinas, sea en forma de una flor encajada
en el moño de la artista, sea en la de un pañuelo atado a la cabeza, sea incluso en la propia forma del
moño de la bailaora. También hay sombreros que remiten a las boinas de los pescadores vascos, a los
pañuelos de los campesinos o a las monteras de los toreros.
Balenciaga «odiaba las corridas de toros», escribió Bettina Ballard, señalando también que si
el diseñador la acompañaba a ellas era por pura cortesía.

En lo que se inspiró un sinfín de veces, por
el contrario, fue en la forma, los colores y los adornos de la indumentaria tradicional de los toreros.
Balenciaga debió de crecer rodeado de imágenes relacionadas con la tauromaquia, ya que en 1883
San Sebastián se convirtió en la primera ciudad española que usó carteles para anunciar corridas, y es
de suponer que el diseñador conocía estas seductoras invitaciones a la plaza, con su promesa de
gallardos diestros, mujeres luciendo coquetas sus mantillas y desplegando al borde de sus palcos
todo el colorido de sus mantones de Manila, y matadores enfundados en el resplandor de los trajes
de luces. El clavel, flor nacional de España, que se arrojaba a los toreros victoriosos en el ruedo,
aparece una y otra vez en los tejidos y bordados elegidos por el diseñador.

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Criado en un pueblo de pescadores, no cabe duda de que las pescadoras le despertaban un
respeto innato. La polivalencia de sus faldas y sobrefaldas, que podían recogerse cuando hacía mal
tiempo, tiene paralelismos en los diseños del modista vasco. (…) La blusa de 1953 de Balenciaga
redefinió radicalmente la silueta de la mujer elegante, sustituyendo la Ligne Corolle, o «New Look»,
introducida por Christian Dior en 1947, con su cintura marcada, por una línea suelta, no entallada y
esencialmente cómoda. Evocaba de este modo las prácticas camisas y blusones de los marinos y los
pescadores que debió de ver en una localidad portuaria como Getaria, así como los que llevaban los
campesinos de la zona, incluso en ocasiones festivas. La idea de estas prendas como elemento
importante del vestuario de la mujer sofisticada siguió explorándola a lo largo de toda su carrera.
«Era hijo de pescador –observó una importante clienta norteamericana, Rachel Mellon, Bunny–; su
ropa, hasta la más sofisticada, reflejaba la sencillez y la facilidad de movimientos».

En los años sesenta, la salud de Balenciaga empeoró, pero a pesar del desconcierto que le
produjo el auge del prêt-à-porter, y la marea juvenil por la que se veía envuelto, mantuvo toda su
fuerza creativa. De hecho, fue un caso poco menos que único en los anales de la alta costura puesto
que inventó constantemente nuevas siluetas, y experimentó con nuevos tejidos y técnicas –en vez de
echar la vista atrás, como tantos otros grandes nombres de la moda–, hasta el momento mismo en
que cerró su casa. Para Pauline de Rothschild, la penúltima colección de Balenciaga, la de la
primavera de 1968 –presentada justo antes de que los anárquicos disturbios de los estudiantes
tomaran las calles de París–, «era la colección de un hombre muy joven, sumada a todo su saber».
Balenciaga, que entonces tenía 71 años, presentó trajes muy cortos, vestidos de una sola costura, o
sin costuras, y vestidos de noche de insólita forma trapezoidal. Lanzaba así el guante, de un plumazo,
a los aspirantes jóvenes, y demostraba ser un talento creativo en plena posesión de sus facultades.
(…) «Balenciaga ha muerto –escribió Sam White en el Evening Standard de Londres–, y la
moda nunca volverá a ser la misma». Women’s Wear Daily tituló su artículo «The King is dead» [«El
Rey ha muerto»]. «Yo conocía a otros diseñadores, les tenía mucho aprecio, y los entendía –escribió
Pauline de Rothschild, que también fue diseñadora–, pero los misterios eran de Balenciaga». Hizo
una visita a la austera sepultura de su amigo, y desde la colina en que estaba el cementerio,
contemplando los viñedos, con el mar al fondo, vio, según su descripción, «el muestrario de telas de
una colección de Balenciaga: azules lavados por la lluvia, grises con un matiz verdoso, los efectos de
la intemperie, que ha rebajado el marrón oscuro de la madera a un café claro o un blanco, o bien ha
dejado un duro azul metálico… Nada que ver con los colores del Mediterráneo. Ni tierra roja, ni mar
azul zafiro. El ojo que tantas veces eligió por nosotros conocía la belleza de los cascos negros en
medio de la niebla del Cantábrico, el negro contra el crema y contra el marrón. Los barcos y sus
velas


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